martes, 13 de enero de 2015

"EL ZAPATÓN DEL "PUTO ROJO"

<CARLOS BERMEJO DANDO LECTURA A SU RELATO>
ILUSTRACIÓN PARA EL RELATO,  DE JUAN ESPALLARDO
(Publicado en el nº 39 de la revista literaria MOLÍNEA)

                                  EL ZAPATÓN DEL “PUTO ROJO”
  Todos en el pueblo sabíamos de qué pie cojeaba. No en balde había participado como voluntario en la Guerra Civil, pilotando uno de los cazas Polikarpov I-16 que la Unión Soviética envió a la España Republicana a partir de octubre del 36. Eran los famosos denominados en un principio “moscas”, luego “supermosca”, mas adelante  “chatos”  y finalmente “ratas”, bautizados así por el bando rebelde o nacionalista, por su maniobrabilidad en el vuelo rasante, que les permitía “salir como ratas de las alcantarillas” para caer sobre ellos. Con poco más de veinte años y por su condición de estudiante de farmacia,  había sido designado y en consecuencia entrenado para pilotar uno de aquellos modernos cazas. En uno de ellos, salido de la fábrica SAF-15 en Alicante en los estertores finales de la fratricida contienda entre hermanos, fue derribado y, milagrosamente, salió con vida, pero para siempre le quedó una  pierna más corta que otra, y para compensar calzaba en el pie derecho un robusto y hermoso zapatón que, físicamente le hacía cojear de ese pie, por lo que los fachas del pueblo decían de él: “el puto rojo”, tiene el paso cambiado: cojea del pie derecho, pero  ya sabemos de qué pie cojea…”
     El “puto rojo” había llegado al pueblo a principios de los cincuenta para regentar una farmacia. Con harto esfuerzo intelectual y más habilidad que para dejarse derribar, había logrado sortear las múltiples zancadillas que a los estudiantes de “su ralea” se les ponía en las aulas universitarias en la posguerra, y terminar la carrera de farmacia, que había dejado pospuesta por la guerra.
    Pronto se hizo con una clientela, principalmente compuesta  por los desheredados del lugar; pobres de solemnidad que no podían pagar las medicinas prescritas por el médico;  quizá de algún Guardia Civil que otro, mal pagado y mal asistido medicamente; y por supuesto, por todos los represaliados y nostálgicos de la República, entre los que, además de héroe, era considerado el guardián del espíritu republicano y el jefe moral de todos ellos. Y  como tal, sin tardar, se formó en el entorno de la rebotica de su farmacia, un foco intelectual en que se hablaba de todo lo divino y de lo humano, visto desde los valores cívicos republicanos.   Y aunque para los que lo tachaban de “puto rojo”, la rebotica era un nido de conspiradores contra “el glorioso Movimiento Nacional”, por lo visto el farmacéutico tenía “bula” por parte de las autoridades, pues nunca supimos que fuera acusado de tal cosa, y mira  que, entonces, las fuerzas del orden  hilaban fino para reprimir en estas cuestiones.
       Y es que, el único escrito conspiratorio contra el Régimen que se le podía encontrar al farmacéutico, era la lista de morosos que no tenían dinero pagar el medicamento prescrito y que, a pesar de ello,  nunca salían de la farmacia sin él. Lista que en pocos años había engordado hasta el punto en que el farmacéutico siempre estaba en peligro de ser incluido en otra: la  de morosos del Centro Farmacéutico  que le suministraba.      
      Y aunque no tuviera o no se le pudieran encontrar escritos subversivos, su palabra y sus ideas eran subversivas contra la miseria y la incultura. Y como era un  exaltado verbal de mente ágil y frases cortantes, a los jóvenes y adolescentes –como yo lo era en los primeros años cincuenta- que teníamos ya inquietudes culturales, su ingenio para definir, catalogar y juzgarlo todo nos sonaban a algo nuevo y distinto que nos atraía y nos dejaban boquiabiertos.
    Frisaba los treinta y ocho, en el 53, y no se había casado aún, por lo que unos se lo atribuían a su cojera y otros decían del “puto rojo” que además de  eso era “más maricón que un palomo cojo”. Moreno aceitunado de pelo negro y abundante, pegado a su  cráneo de tribuno romano, cejas anchas y pobladas y bigote a lo “guardia civil” de los años veinte, era bien parecido y  de mediana estatura. Y, aunque daba bandazos a babor cada vez que avanzaba el pie derecho para dar un paso calzado con su siempre lustroso y macizo zapatón, su andar tenía la dignidad,  para los que lo admirábamos, del mutilado de guerra, aunque los vencedores  no le hubieran reconocido como “Caballero Mutilado”.
    Pese a su hándicap físico, el  atractivo de ser persona de carrera  le daba un plus social. Por eso y  cuando ¡por fin!, se dispuso a cambiar de estado, porque se enamoró o por acallar las infundadas sospechas de sus inclinaciones sexuales, se puso en relaciones con la guapa e inculta hija de un terrateniente de una pedanía del otro lado del rio que pasaba por el pueblo, la moza y su familia se mostraron satisfechas y les pareció bien añadir a sus bienes materiales la pátina de la cultura.
  Aficionado al fútbol, como yo entonces, y,  como yo,  del Fútbol Club Barcelona, al atardecer de un domingo de verano, un grupo de cinco o seis jóvenes y adolescentes aficionados, nos agrupábamos  con él en un corrillo formado cerca del  kiosco de tebeos y golosinas que, pintado con grandes franjas azulgranas, tenía en la Plaza de los Caídos el más forofo de todos los azulgranas de Mundo. Hasta el punto de que, a los que por peloteo nos mostrábamos mas barcelonistas nos permitía que, sin comprarlos, ojeáramos los tebeos a pie de kiosco. Comentábamos los resultados del partido y, en especial, del equipo de nuestros amores. Y con nosotros, de comentarista, el farmacéutico nos daba lecciones de táctica futbolera, adornada por ingeniosas expresiones y algún taco bien traído, que le daba un cierto morbo para mí, que aún no los usaba.
   En lo acalorado del debate, en el corrillo nadie percibió de donde salió aquel joven de torva y desquiciada mirada que, viniendo  por detrás del confiado y polemista disertador, navaja de barbero pueblerino en mano, le tiró un tajo en el cuello que le abrió la espita de su noble sangre roja, que comenzó  a salir  de su garganta con la fuerza de una de las interjecciones que acababa de pronunciar, en la que no dejaba bien paradas a las ideas religiosas. Mientras y aprovechando la confusión del momento,  el desconocido agresor emprendía veloz huida hacia la oscuridad de la noche de donde había salido. No pensé en nada de lo que me podía pasar, pero la rabia me lanzó tras él y lo perseguí durante unos metros. Vi cómo se desprendía de la navaja, tirándola por encima de la valla de un jardín, y, ante la imposibilidad del alcanzarlo, volví corriendo donde mi amigo, el farmacéutico, se desangraba en el suelo ante la impotencia de los cuatro o cinco jóvenes y adolescente que, hacía unos minutos, estábamos con él. No había nadie cerca de nosotros. En el silencio del caluroso anochecer dominguero, solo las cuatro farolas de luz mortecina alumbraban el inesperado drama. Ninguno de los que éramos tenía experiencias ni conocimientos de cómo había que actuar en estos casos, pero alguien dijo de llevarlo a la casa del médico, que estaba a unos cuatrocientos metros de donde se desangraban el cuerpo. Los más fuertes cargaron como pudieron con él y yo saqué mi pañuelo y se lo apliqué a la herida en un vano intento de  contener, sobre la marcha,  el rio de sangre que a borbotones iba dejando sobre el asfalto. Mientras él, que si sabía que la vida se le iba, comenzó a decir con la angustia del que se ahoga en la muerte, queriendo agarrarse a  esta vida y si no a la otra en la que pensábamos no creía: “Un medico. Un cura. Un médico. Un cura. Un médico. Un cu….raaaaa…”
    No dijo más. El susurro de su voz se apagó a la vez que, inexplicablemente, el zapatón, que  siempre nos había parecido que formaba ya parte de su pie, se le desprendió y cayó al suelo con un sonoro ¡plof ¡ que sonó como una tétrica campanada de  adiós a la vida de quien ya no lo necesitaba para caminar.
  No tardamos mucho en llegar a la puerta de la casa del médico .Pero era domingo y nadie contestó a la arrebatada llamada. Salió el vecino de la casa medianera y propuso que depositáramos al herido en la suya, hasta que se pudiera avisar al médico. No había más opción. Ni coches ni ambulancias, para trasladarlo al hospital de la cercana capital, aparecían por ningún sitio. Entonces, apenas si los había. Solo los curiosos de las tragedias, acudiendo con la presteza con la que  aparecen las hormigas en los restos de las comidas apetitosas, comenzaron a  llegar por el lugar. Todos daban su opinión de que hacer, pero lo cierto es que nadie pudo ni hizo nada, porque mi amigo, el amigo de los pobres,  el jefe de los republicanos cívicos, había sido asesinado por no se sabía quién ni el porqué.
   En esto, alguien llegó a la casa, con el zapatón en la mano, que había encontrado tirado en la carretera que conducía a la casa del médico y que, como todos en  el pueblo, sabia a quien pertenecía. Lo dejó el suelo donde yacía, tapado con un trapo, el ya cadáver, del que sólo asomaban los dos pies encalcetinados de negro. Lo puso delante del pie derecho, el de la pierna más corta,  con la unción del que pone flores a un muerto.  Y yo entonces, a la vez que lloraba, pensé extrañado que cómo era posible que hubiera perdido los zapatos. En especial, el zapatón que también acordonado llevaba siempre. No veía ninguna razón lógica. Luego, con el tiempo y la observación, he visto que esto es común a los que mueren de forma violenta. Sigo sin saber el motivo, quizá sea que los espasmos de la muerte, de alguna forma, los descalza. No lo sé. Pero, aquel día, me di cuenta del camino tan corto que media entre la vida y la muerte, y que para recorrerlo sobran los zapatos y faltan médicos y, quizá, también curas, como en su agonía pedía mi amigo, a pesar de no ser creyente.
   Fuera se oyó una algarabía. Eran los ocupantes de unos  camiones en los que venían  jóvenes falangista de una concentración en un pueblo cercano,  y que entraban en el suyo, cantando: “Montaaañas nevaaadas…Bandeee...ras.. al viento”. Los republicanos cívicos, los nostálgicos de la república se atrevieron, en su desamparo por el asesinato de su líder, a pedirles que se detuvieran para informarles: “¡Han asesinado a Marquina. Por favor dejar de cantar!”
     Ante la osadía de “estos rojos de mierda”, alguno de los que viajaban en la caja de uno de los camiones, comenzó a cantar: “Cara al sol connn…la…camisa nueeeva…que tuuu…bordaste en rooojo…ayer…” Casi todos le siguieron, hasta que, por indicación de algún sensato “hombre del régimen” que por allí estaba,  se impuso a los exaltados el cristiano silencio de respeto a los muertos. Se callaron las voces y los camiones siguieran su marcha.
     La Guardia Civil del pueblo,  con su habitual celo comenzó en seguida a investigar el caso. Nos preguntó a los testigos y con mi testimonio, se encontró el “arma del crimen”. Del autor, poco pudimos aportar, sólo, que era un individuo de mediana estatura, joven, “porque corría como un gamo”, vestía pantalones negros y camisa azul  y que actuó con la extraña agresividad de un iluminado. Que, al tirarle el tajo con la descomunal navaja barbera, alguien le oyó decir: “No va a ser pa ti…” o algo por el estilo. Pero, como siempre pasa, las versiones fueron algo dispares y nadie sabía con certeza lo que dijo. Todos habíamos visto y oído lo mismo y no contábamos lo mismo.
    Sin embargo, a los pocos días,  la Guardia Civil dio con el asesino: un perturbado mental vecino de la guapa y rica novia del farmacéutico, que, en secreto, estaba enamorado de ella. Se trataba de un crimen pasional, cometido por un loco sobre el que, habiendo sido falangista, se hacia la vista gorda para no internarlo. Esta vez, lo internaron, pero sólo durante unos pocos  años, pues alguien me contó que estaba de nuevo en su casa y que seguía vistiendo la camisa azul con la que había “bordado en  rojo sangre” la blanca del farmacéutico de los pobres.
Carlos Bermejo